Informática
José
Waimberg Técnico
en computación y redes de informática 054-6314071/
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David Breitman
Argentina
Que
surge de la tierra ensangrentada
Oíd
el ruido de pesadas cadenas
Que
arrastran descalzos pies en las prisiones
Oíd
el canto de déspotas tiranos
Mientras
llora su pueblo despojado
Oíd
mortales el grito sagrado
De
las madres llamando a sus hijos
Y
es invierno en plaza de mayo
Mi grito rasgó la noche
Y el mundo no despertó
Mi grito rasgó la tarde
Y el mundo ni se enteró
Sol no vengas amaneciendo
A alumbrar tanto sufrir
Que mis hermanos se matan
Y eso me causa dolor
Somos tus hijos señor
Trae paz sobre la tierra
Y que vivamos mejor
Otoño
Y llegó el otoño
Con lagrimas de hojas secas
Y su frío que deprime el alma
Llegó el otoño
Y cubrió con su pañuelo gris el horizonte
Y la curiosa llovizna que penetra mis ropas
Llegó el otoño
Con su aullante viento que desnuda recuerdos
Y esa tristeza que pellizca el alma
Llegó el otoño
Obscuras nubes pasan raudas por el cielo
Como la carroza del ángel de la muerte
Llegó el otoño
Y los pajaritos acurrucados en desnudasramas
Esperan la limosna de un rayo de sol
Llegó el otoño
Sólo éso
Yo
emprendí la travesía de mis sueños,
bogando
en el azul de mis recuerdos.
Y
sólo desperté al naufragar mi barco
en
los escollos de la realidad.
Me
guié en el camino por la luz de un ideal,
y
perdí la senda en la oscuridad del presente.
Quise
ser árbol y fui yuyo,
quise
ser nube y fui charco,
quise
ser música, y fui grito.
Yo
emprendí la travesía de mis sueños,
bogando
en el azul de mis recuerdos.
Y
hoy vuelvo a mi ayer vestido de harapos y tristeza,
llorando
mi pasado.
Sufriendo las heridas que las zarzas del camino me causaron.
Es mi vida
por
David Breitman
Soy albañil de mi vida
La
construyo día a día
Con
ladrillos de esperanza
Con
alegrías y llantos
Soy albañil de mi vida
Cada
día una experiencia
Cada
momento sorpresas
Cada
hora una aventura
Soy albañil de mi vida
Con
argamasa de sueños
Voy
levantando paredes
Paredes
que me protegen
De
dolores y tristezas
Soy albañil de mi vida
Sin
planos y sin programas
Construyo
muros de amor
Con ventanas al horizonte
Para
ver nacer el sol
Radiante
todos los días
Yo
Cómo me querían!!!
Pobreza
Éramos
pobres, pobres en cosas materiales, en ropas, en dinero, en juguetes, pero en
cambio éramos ricos en el oro de las flores de los árboles de aromo, éramos
ricos en escamas de plata que formaba el viento sobre las aguas del río, éramos
ricos en la alegría de vivir el momento, sin pensar en el futuro. Éramos ricos
en libertad, en viento, en luz, en sol, en imaginación, que nos permitía ver
los juguetes mas caros en una cajita de cartón, o un lujoso barco en un pedazo
de madera flotando en un charco. Éramos ricos al sentir el viento acariciándonos
la cara al correr para remontar un barrilete y oler el pasto que pisábamos. Éramos
ricos en pobreza. En uno de esos mágicos días apareció Andresito. Estábamos
muy ocupados en construir casitas en la arena y escuchamos su voz: yo sey hacer
casas en serio…y no lo vimos hasta que estuvo al lado nuestro. Se quedó en
silencio esperando nuestra reacción. Se quedó jugando con nosotros, su carita
de indio charrúa, su pelo negro carbón, y la interesante mezcla de palabras
que no entendíamos nos cautivó. Poco a poco nos enteramos de su historia. Los
padres y sus cuatro hermanos mayores, acosados por la pobreza, salieron de
Corrientes a pie, en dirección a Concordia, donde según les contaron había
trabajo. Al llegar, después de semanas de privaciones y sufrimientos vieron que
no era así. A Andresito se lo dieron a una prostituta del barrio a la que
llamaba tía, y lo cuidaba como a un hijo, y dicho sea, en honor a la verdad,
siempre andaba limpito y arreglado. De él aprendimos cómo hacer pequeños
ranchos de ramas y pasto seco, bajo los cuales nos sentábamos a escuchar la
lluvia como a un concierto… Sus piernitas cortas y fuertes le permitían
correr a una velocidad que no podíamos igualar, así que él era el encargado
de remontar los emparchados barriletes, hechos de papel de diario, engrudo y cañas
de tacuara, que crecían cerca del río. Con el hilo atado a una de sus manos,
emprendía frenética carrera, animándose entre grito y grito con un jui
Andresito, jui…! Nos enseñó como se hacían pequeños cuchillos con
alambres. El secreto consistía en poner trozos en la vía del tren y una vez
aplastados no quedaba mas que darles forma, y teníamos con qué pelar naranjas.
Cuando poníamos los alambres nos agachábamos muy cerca, para ver como las
ruedas los aplastaban. Hasta que un día, la vibración hizo caer de la vía el
alambre de Andresito en la parte interna; instintivamente estiró la mano para
volverlo a su sitio… Cierro los ojos y veo todavía hoy…después de
cincuenta años, la mano que abría y cerraba los dedos, y escucho la voz de
Andresito decir sin seña de pánico o dolor: aniamenguí me cortó la mano.
Pasaron muchos años sin saber nada de él, unos decían: se lo llevaron a
Corrientes, otros que se murió, y algunos afirmaban que vivía solo a orillas
del río. Poco tiempo antes de venir a Israel, lo vi. Venia por la vereda de
enfrente. Venia sucio, rotoso, los cabellos largos hasta los hombros, grises de
tierra, tambaleándose de la borrachera que llevaba encima. Me hice el que no lo
vi, por cobardía, o …tal vez para no matar el recuerdo que tenia de él. Y si
él me vio…tal vez sintió lo mismo… Treinta años después, volví a mi
tierra natal, a mi querida Concordia. Encontré mucha gente conocida, encontré
muchos recuerdos, dulces y amargos, y a algunos ya no los encontré… Me
contaron que una madrugada, cargado de vino, odio y tristeza, salió Andresito,
a vengarse… Parado en medio de las vías, cuchillo en mano enfrento al tren…
El arbolito de Andrés
Dejó
las ovejas pastando a orillas de la laguna y corrió presuroso hacia su casa,
Tomó un azadón de un rincón del patio y comenzó a escarbar en la tierra
endurecida, un pozo no grande pero suficiente para plantar el arbolito que
encontró casi ahogado
por los yuyos. En contra de todas las posibilidades,
prendió
gracias al cuidado de Andrés, que todos los días lo regaba llevándole
agua con una botella, la misma
con que llevaba
para él, cuando salía con el parco rebaño a pastorear. Andrés se casó
con una fuerte campesina que lo adoraba y que vivía pensando en qué podía
agradarle a fin de complacerlo y verlo feliz. Con los años tuvieron hijos,
robustos y sanos que lo ayudaban en las tareas y cuando formaron familia se
quedaron a vivir con ellos. Mientras el arbolito se convirtió en un frondoso árbol
que cubría con un manto de fresca sombra el patio
y Andrés y su familia se sentaban a su cobijo en las calientes tardes de
verano.
Andrés lo quería como a un fiel amigo y muchas veces le hablaba y le
contaba sus problemas, como a un compañero. Poco a poco la dirección de la
casa pasó a manos de sus hijos y desde que falleció su mujer se mudó a una
habitación con salida al patio donde pasaba la mayor parte del día sentado,
pues sus piernas cansadas de tantos años de correr tras el rebaño ya no le
respondían.
Pese a vivir con su familia la soledad lo atormentaba, sus hijos ocupados
en sus quehaceres no tenían tiempo para él. Sus nietos ya no querían escuchar
sus cuentos, contados tantas veces y pasaban a su lado como si fuese un objeto más,
un mueble ya sin uso. Su único compañero pasó a ser el árbol
siempre dispuesto a escucharlo. Un día vinieron dos extraños y
comenzaron a medir el patio y a clavar estacas en el suelo con letras y números
que él no entendía pues nunca aprendió a leer. Les preguntó a sus nietos la
razón de tal actividad y le respondieron sin palabras levantando los hombros.
Una de las nueras le explicó el motivo, la familia creció, dentro de poco uno
de sus nietos se va a casar y hay que agrandar la casa. Después de una semana
su hijo mayor lo llevó a la ciudad con el pretexto de arreglar papeles en una
oficina. Al volver vio con desesperación que habían talado su árbol, su único
amigo, su compañero y consuelo. Sintió como un cuchillo que le penetraba en el
corazón y una opresión en el pecho. Se nubló su vista y se desplomó como el
propio árbol... Por milagro o por casualidad creció a los pies de su tumba un
arbolito, igual al que él plantara muchos años atrás.
Pordiosero
Pordiosero,
eres parte de la mugre de la ciudad
Parte de la noche fría
parte de las sombras
Percha de rotosas ropas que cuelgan de tu
cuerpo
Inspiración de historias, todas
mentiras.
Creadas para adormecer la conciencia de la
gente
No tienes un brillante pasado,
Ni fuiste inmensamente rico.
Y no te traicionó una hermosa mujer
Naciste de una pareja de indeseables
Y nunca tuviste una mano que te guíe
O una voz que te acune y te aconseje
Y sigues vagando linyera sin rumbo
Aguantando sin que te importe la burla de
los niños
Y la molestia de los borrachos
Piérdete en la noche vagabundo
Y deja que nuestras culpas se adormezcan
El parque de diversiones
Uno de los más importantes acontecimientos en mi barrio era la llegada del parque de diversiones. La rueda gigante, la calesita, la silla voladora, el tren-cito, los aviones y la zamba… Y aquí llegué a lo que quería contar. La zamba era una figura de mu-jer bahiana, de casi cinco metros de alto cuyo vesti-do formaba un círculo al llegar a los tobillos y se arrollaba hacia arriba. En esta cavidad, un poco más bajo que el ruedo del vestido estaban los asientos y así formaban ese respaldo que era de lo único que nos podíamos agarrar. Al principio comenzaba a gi-rar lentamente moviéndose hacia los costados y paulatinamente aumentaba la velocidad, hasta el vértigo. Visto de afuera causaba bastante miedo, pe-ro… eso era poco para amedrentar a dos héroes co-mo mi inseparable amigo, el Toto y yo. Subimos con un pequeño temblor en las piernas, al cual nos sobrepusimos cuando nos sentamos. Empezó giran-do lentamente, una agradable sensación de seguir-dad nos invadió hasta el primer vuelco en el cual sentimos que nos arrancaba de nuestro apoyo. Au-mentó la velocidad y bajó a cero nuestra seguridad. Todo el mundo gritaba, y Toto, acosado por el páni-co se puso de pie y sintió como si alguien lo levan-tara en el aire. Instintivamente manoteó para poder sostenerse y lo único que agarró fue el elástico que sujetaba el corpiño de la pobre mujer que estaba sentada a su lado… no fue suficiente, voló fuera el corpiño. Parte de la blusa de la señora parecía un barrilete, si hasta cola tenía. La pobre señora gritaba desaforadamente y para no caerse agarró a un se-ñor de la entrepierna… el cual gritaba “largue seño-ra que me dejará inservible!”. El Toto tuvo suerte pues cayó encima de unos fardos de pasto que amortiguaron su caída, y sólo se quebró un brazo y pudo mandarse la parte en la escuela. Eso no era todo, siempre teníamos una oportunidad de ganar algunos centavos trabajando, pues empleaban a chicos para mantener la limpieza. Les pagaban cincuenta centavos por día, una fortuna. Multipli-cando por diez días, qué maravilla! Hasta que mi padre se enteró. Con un dedo geométricamente entre los dos ojos y con la otra mano en alto carga-da con un sopapo en potencia me dijo... Me hacés pasar vergüenza frente a la colectividad, qué van a pensar, que te falta comida? Y vas a trabajar en la limpieza. Te prohíbo terminantemente! Bueno, bueno… otra prohibición entre tantas otras!! Había otros trabajos que necesitaban gente y eran menos visibles al público. Uno de ellos era ser el negrito de las pelotas, consistía en sacar al cabeza por un agujero y el público tiraba pelotas. El que acertaba dos veces recibía un premio y pagaban sesenta cen-tavos por día para ser el negrito, seis pesos enteros… un tesoro. Yo ya me sentía como Rotschild u Onasis. Ya sentía en mis manos los crujientes pesos y me imaginaba las cosas que compraría… bicicleta, caña de pescar, monopatín y hasta un yate para pasear con mis amigos por el río. Me pintaron la cabeza con hollín mezclado con aceite y lo único que me quedó blanco fue el fondo de los ojos. Saqué la cabeza por el agujero, y mis ojos de por sí irritados por el hollín se me nublaron. Había una multitud de críos esperando darme con la pelota, luego me tranquilicé, nadie me acertaba. De repente, apareció un gaucho grandote, con cara de matar perdices a pedradas. Sobrador y antipático y a mis ojos peligroso, de bigote espeso y mandándose la parte decía: “a este negro lo volteo como nada…” “Traiga tres pelotas aparcero”. Se tiró el ancho sombrero hacia atrás, pegó una chupada a su cigarro paraguayo, esos hechos a mano, grueso y deforme a los cuales le llamábamos sorete de perro por su similitud con éstos. La primera pelota me dio en el jopo, vi las estrellas… La segunda me pegó en la oreja al querer evitarla, eso ya fue demasiado… Mi carácter de pelirrojo me encendió las pecas de la cara y la rabia me inundó el pecho. Me bajé del cajón en el que estaba subido, levanté del suelo una pelota, di vuelta al puesto y cuando estaba frente al tipo le rajé un pelotazo entre la nariz y el bigote, quebrándole el cigarro que le cayó entre el cuello y la camisa haciéndole una quemadura a la altura del ombligo. El pobre gaucho empezó a interpretar un pericón que no me quedé a admirar pues me largué en carrera hacia la salida…. Sentado a orillas del río, con lágrimas en los ojos vi marcharse mis sueños de ser un potentado con seis pesos en el bolsillo. Ya no bicicleta, monopatín, ni yate para pasear….
Aprender
o aprender
Mi
ciudad de Concordia era cortada por varios arroyitos, entre ellos el Nevel, que
corría de este a sudoeste, corría ? es demasiado decir , pues mas bien se
arrastraba por algunos puentes, como un perrito cansado y sin dueño, llevando
con él la mugre de la ciudad !pero! en las época de las lluvias se
transformaba en un león que bramaba y barría todo lo que se ponía a su paso
con furia para depositarlo a los pies de su hermano mayor, el gran y venerado
Uruguay. Al salir de su cauce
ciudadano, empedrado y entrar en los campos cercanos al río había
socavado un profundo corte en las fértiles tierras de la costa, formando un
canal de casi tres metros de profundidad, y el doble de ancho. Del otro lado había
un alto terraplén
que los ingenieros de la ciudad construyeron a fin de defender la costa
de las crecientes , más tarde se comprobó que inútil fue este trabajo pues el
río destruyó la ciudad ,,cantando bajito,,, pero esto ya es otro cuento para más
adelante. En nuestro afán aventurero llegamos a orilla del Nevel, después de
tres días de lluvia torrencial. El aire limpio y el sol que brillaba, después
de largos días nublados nos aceleraban el ritmo de la sangre. El agua llegaba
furibunda, con un silbido aterrador, y una espuma rabiosa corriendo a una
velocidad espantosa. Sin pensarlo mucho, parte de mis compañeros saltaron al
agua y con vigorosas brazadas llegaron al otro lado incitándonos a cruzar.
Hasta aquí todo bien, si no fuera por un pequeño detalle, yo no sabía nadar.
El Mario, el Toto, o el diablo sabe quien, sin dudarlo un segundo, me dio un
empujón que me hizo caer en medio de aquella Apocalipsis... me quedaban dos
posibilidades... O ahogarme o nadar. Empecé a pegarle al agua con la fuerza que
hubiese empleado un hombre de las cavernas para matar un mamut
y seguí
manoteando dos o tres metros después de salir del agua, hasta que la
risa de mis amigos
me dio a entender que estaba a salvo. Volvimos
por el mismo camino, Esta vez sin necesidad de ayuda
Aprendí a nadar de una sola lección, mejor dicho, de un solo empujón.
Todos volvieron caminando. Yo flotando en una nube de orgullo, y solo tenía
ocho años....
La casa grande
En
la galería que da al
frente de la vieja casona de piedras derruidas por el tiempo, casi
escondida por la penumbra de la tarde, está sentada una anciana, tiene el
cabello atado hacia atrás. Color plomo, su rostro surcado de profundas arrugas,
cause de los ríos de lágrimas que brotaron de sus cansados ojos, ojos grises
de mirar lejano. Su boca ya sin color fuertemente apretada, como prohibiéndole
sonreír pues tiene miedo, cada vez que fue feliz, la suerte se encargó de
borrar su sonrisa con alguna desgracia. El futuro ya no existe para ella, el
presente, una cosa
borrosa que no consigue entender, pero, el pasado, esa cosa confusa que
llega en oleadas, hasta su mente como ráfaga arrolladora en torbellino, como
ladridos lejanos, como olas del mar que se destrozan en los acantilados. Y tric
trac la mecedora sigue su ritmo. Y ve a sus cuatro hijos pequeños retozando en
el césped tan bien cuidado de la hermosa mansión de piedra y siente otra vez
el aroma de las flores con que la obsequiaban. Y los vuelve a abrazar con ese
abrazo suave de copo de algodón, como si temiera dañarlos. Y escucha la voz de
su hijo mayor, “mamá tenés olor a canela y nuez moscada”, y siente en su
mejilla el tibio y amoroso beso. Y ya los ve volviendo del colegio, siendo ya
casi hombres, y recuerda el maldito día, en que la guerra, le devoró a sus dos
hijos mayores. Y a su marido, hombre laborioso y emprendedor, que no pudo
soportar la desgracia y también se lo robó la muerte. Tric trac, la mecedora
sigue su ritmo. Con sus débiles manos se encargó de las tareas, ordeñar, dar
de comer a las vacas y a las gallinas, y así poder mandar a sus hijos a
estudiar y labrarse un porvenir y estudiaron, y se labraron un porvenir, y se
fueron, buscando horizontes mas amplios y los pimpollos se hicieron flor y la
flor dio semillas y a las semillas se las llevó el viento. Y se quedó sola, ya
nadie le trae flores, ya nadie recibe sus caricias. Tric, trac
la mecedora sigue su ritmo. Y se adormece en su cansancio de años acunada por
el murmullo de los árboles
y dejó de mecerse y cerró los ojos. Y se deja llevar por una nube
rosada, dejó de luchar. Hoy vinieron todos. Aquellos que en vida la olvidaron
están ahí. Le trajeron flores. Y se la llevan a enterrar y la vuelven a
olvidar, flor de alelí marchita. Y quedó la vieja casona casi derrumbada por
el tiempo y en su galería, una mecedora a la que mece el viento. Tric
trac...tric. trac.
La visita
Llegaron
de repente sin avisar -no teléfono, no carta- nada, sólo llegaron. El llamador
de la puerta, una mano grande que tenía una bola de bronce entre los dedos,
golpeó fuerte y acom-pasadamente anunciando la llegada. La palidez del rostro
de mi madre, ya de por sí exage-radamente blanco, nos dio a entender el impacto
que sintió al ver a la tía Jaike, al tío Abraham y a sus encantadores cuatro
hijos dibujados en el marco de la entrada. El perro haciendo caso a su séptimo
sentido se metió en la cucha y no volvió a salir. La tía, una mujer grandota
de un metro ochenta de alto y casi lo mismo de ancho, se le tiró encima a mamá
en un abrazo que casi la asfixia pues sus grandes senos le envolvieron la cara
mientras gritaba como loca su cariño por ella. Yo al ver lo que me esperaba,
salí rajando sin darle oportunidad. Mi tío, un hombre pelirrojo de nariz del
mismo color -después me enteré que por causa del vino- era muy econó-mico en
palabras, solía decir “uuhjú” y “ahajá” y cuando estaba eufórico
hasta decía “claro, claro tenés razón”. En cambio la tía de voz chillona
y separando las sílabas, parecía el repiqueteo de un tambor y cuando se
entusiasmaba en su charla le saltaban los ojos hacia afuera. Mis primitos, que
no eran tales porque en realidad la tía Jaique era prima lejana de mi mamá,
apenas cruzaron la puerta se prendieron a las piernas de la madre, diciendo al
unísono “tengo hambre”, soñando sabe Dios con qué manjares serían
agasajados. Se jodieron. Mi madre amasaba una vez por mes unas masitas secas y
duras con bastante poco azúcar, masitas de una consistencia un poco rebelde a
fin de que durasen todo el mes sin endurecer, más no podían de todas formas.
No les gustó. Entonces mi santa madre, la que me acunó, la más querida de las
personas, me dijo con un raro brillo en los ojos ”lleválos un poquito a
pasear por la costanera”. Y yo los llevé al río vestidos todavía con sus
trajecitos marinero, lo más chic en esa época y les enseñé a resbalar de
culo en barro por las barrancas y después a correr por la orilla del río donde
crecían unos pastos que teñían la ropa de verde y a comer moras que abundaban
y a tatuarse dibujos con la flor de ceibo de tan lindo color rojo y a cazar
renacuajos con los calzoncillos. Al regresar, ya estaban preocupados por nuestra
tardanza. Cuando la tía Jaike nos vio, en un principio no nos reconoció y
después se puso a dar chillidos como un tren expreso repartiendo bofetadas. Yo
prudentemente me alejé. A la noche durante la cena mi papá preguntó sin preámbulos
“se van quedar a mucho?" Y mi tía contestó, “no, mañana nos
vamos”. Mamá por gentileza dijo “tan pronto?”, y la patada de mi padre
por debajo de la mesa fue advertida por todos. Dos
días después el perro salió de la cucha todavía desconfiado, olfateaba en
todas direc-ciones. Y yo descubrí mis lápices de colores todos comidos.
Viento
Del
norte soplaba fuerte
traía quejas y llantos
de la gente oprimida
Traía olor a sangre
de mis hermanos sufridos
Traía ecos de cantos
Más que cantos
eran lamentos
los que me traía el silbido
y la quena del viento
Lloraba con ellos
el dolor de la miseria
Frenos
Pedalear con todas las fuerzas y sentir el aire acariciar mi cara como un terciopelo, ver las cosas pasar a mi lado, sentir un vahído de satisfacción, e imaginarme un ave volando por sobre la ciudad, y al no tener bicicleta… soñar, soñar… nada más que soñar… Un día mi padre, que en paz descanse, trajo algo parecido a una bicicleta. Parecido digo, porque tenía dos ruedas y un marco, no guardabarros, no frenos, no timbre, tan importante este último para mandarnos la parte, y que los otros se murieran de envidia, aunque fuera por un día, porque después pasaba a ser casi de todos. Para frenar era necesario dirigir el manubrio hacia algo, como un árbol, una banqueta o algún vehículo estacionado. Esta fue la época de mi niñez más lastimada, pues cada frenada venía acompañada de algún moretón o rasguño, y a veces, cuando le errábamos al objeto frenante, nos desparramá-bamos contra el suelo con la bicicleta de sombrero… Lo más emocionante era descender la bajada del puerto. Un camino de cemento armado, por el cual subían los carros cargados de maderas llegadas por el río. Como era de prever, los carreros se quejaban del peligro que representá-bamos, pues la velocidad era mucha y les asustábamos los caballos que apenitas subían. Hasta que un día pusieron de guardia a un gendarme, escondido detrás de un árbol, a mitad de la bajada. A esa altura de los acontecimientos ya estábamos prácticos. Y elegíamos las horas de la tarde avanzada en las cuales no trabajaban los carros. En una oportunidad, ya casi cayendo la noche, me lancé con mi meteoro por la bajada. Cuando desarrollé la máxima velocidad se aparece un gendarme en medio de la calle con los brazos en alto gritando “pará, pará che pibe, no tenés luz…” Y yo alcancé a decirle antes de caer juntos al río “tampoco frenos…señor policía”.
Matildo
Cerca
de mi casa estaba la 1ª. de policía, una casona tétrica de piedra caliza
gris carcomida por el tiempo. Una única puerta con dibujos geométricos
y cuatro ventanas enrejadas
le daban un aspecto serio y respetuoso. Por dentro estaba dividida en
varios aposentos, la oficina
de la guardia daba hacia el frente y un mostrador alto, protegía el
escritorio del comisario que sentado un poco mas atrás, tomaba cuenta de todo
lo que ocurría, que no era
mucho por no decir nada. Como el agente de turno siempre estaba en los
fondos cuando entraba alguien, lo llamaba con voz ronca, “agente hay servicio
preséntese” y por lo general se presentaba con las botamangas arremangadas y
descalzo por haber estado baldeando el patio, trabajo que por lo general
era ejecutado por alguno de los borrachos que pasaban la noche en el
calabozo hasta que se les pasaba la mamúa. La cerradura de dicho calabozo ya no
existía y fue remplazada por un pedazo de alambre que no era necesario usar
pues los mamados dormían su curda
hasta el día siguiente. El personal estaba integrado por el comisario y
tres agentes, cuyo trabajo consistía en recorrer las calles de la ciudad y a
veces detener a un borracho o separar algunas peleas, y cuado la cosa se ponía
fea llamaban al comisario
que intervenía con su frase preferida “a ver, a ver, rispete a la
autoridá”, empujando por delante a uno de los agentes por si era atacado. Los
días pasaban calmos y los policías sentados cerca de las ventanas tomaban
apaciblemente su mate amargo interminable, a veces acompañado con una media
luna. Un día vimos mucho movimiento dentro de la jefatura, lavaban las ventanas
y las puertas, y las grasosas manijas fueron lustradas, calearon las paredes y
hasta barrieron la vereda y baldearon los pisos con más entusiasmo que lo
acostumbrado. Iban a venir de inspección varios
oficiales de la Central y el comisario muy tenso los tenía al trote y
sus órdenes se escuchaban desde afuera Uno de los agentes, correntino, grandote
de pies anchos como cancha de bochas y corazón más grande aún, llamado
Matildo estaba aterrorizado, en los dos años que servía en la 1ª. no le habían
exigido calzar botines, pero ahora no podía presentarse de alpargatas en la
revista. El comisario local