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David Breitman

Argentina

Oíd  hermanos el grito profundo  

Que surge de la tierra ensangrentada  

Oíd el ruido de pesadas cadenas  

Que arrastran descalzos pies en las prisiones  

Oíd el canto de déspotas tiranos  

Mientras llora su pueblo despojado  

Oíd mortales el grito sagrado  

De las madres llamando a sus hijos  

Y es invierno en plaza de mayo

 

Mi grito

Mi grito rasgó la noche

Y el mundo no despertó

Mi grito rasgó la tarde

Y el mundo ni se enteró

Sol no vengas amaneciendo

A alumbrar tanto sufrir

Que mis hermanos se matan

Y eso me causa dolor

Somos tus hijos señor

Trae paz sobre la tierra

Y que vivamos mejor  

 

Otoño

Y llegó el otoño 

Con lagrimas de hojas secas

Y su frío que deprime el alma

Llegó el otoño

Y cubrió con su pañuelo gris el horizonte

Y la curiosa llovizna que penetra mis ropas

Llegó el otoño

Con su aullante viento que desnuda recuerdos

Y esa tristeza que pellizca el alma

Llegó el otoño

Obscuras nubes pasan raudas por el cielo

Como la carroza del ángel de la muerte

Llegó el otoño

Y los pajaritos acurrucados en desnudasramas

Esperan la limosna de un rayo de sol

Llegó el otoño

Sólo éso

 Yo emprendí la travesía de mis sueños,

bogando en el azul de mis recuerdos.

Y sólo desperté al naufragar mi barco

en los escollos de la realidad.

Me guié en el camino por la luz de un ideal,

y perdí la senda en la oscuridad del presente.

 

Quise ser árbol y fui yuyo,

quise ser nube y fui charco,

quise ser música, y fui grito.

 

Yo emprendí la travesía de mis sueños,

bogando en el azul de mis recuerdos.

Y hoy vuelvo a mi ayer vestido de harapos y tristeza,

llorando mi pasado.

Sufriendo las heridas que las zarzas del camino me causaron.

 

Es mi vida

por David Breitman

 
Soy albañil de mi vida

La construyo día a día

Con ladrillos de esperanza

Con alegrías y llantos


Soy albañil de mi vida

Cada día una experiencia

Cada momento sorpresas

Cada hora una aventura


Soy albañil de mi vida

Con argamasa de sueños

Voy levantando paredes

Paredes que me protegen

De dolores y tristezas


Soy albañil de mi vida

Sin planos y sin programas

Construyo muros de amor

 
Con ventanas al horizonte

Para ver nacer el sol

Radiante todos los días  

Yo  

En un hermoso día del lejano diciembre de1937 llegó la cigüeña a la casa de los Breitman. Depositó su carga y se fue, y como en esos tiempos no se aceptaban devoluciones mis padres no tuvieron remedio y se quedaron conmigo. Cuentan las malas lenguas que a los pocos días empecé a hacer líos orinándole la cara al moel, (especializado en hacer la circuncisión) Fui el tercer hijo de la querida doña Rebeca, a mí no me preguntaron qué turno quería y mi pobre madre ya se la veía venir, regordete  y con manitos fuertes, mi entretenimiento preferido era tirarle el pelo a mi hermana y prenderme de la oreja de mi hermano. Y crecí mimoso y pendenciero pero. Simpático, eso sí. Ya a los cinco años el perro de los vecinos me tenía terror y por las noches parece que soñaba conmigo y lanzaba aullidos desesperados. A nuestro patio ya no entraban gatos y el último, que le corté la cola, se escapó al Uruguay  cruzando el río. Desde el día que aprendí que nuestros antepasados usaban plumas de aves para escribir, cada vez que pasaba al lado del gallinero las gallinas, ya casi sin plumas se agolpaban en un rincón aterrorizadas. Operaba ranas con la ayuda de mis amigos que hacían de asistentes. Un día, qué orgullo, mi padre me llevó a la escuela, primer grado, cuando llegamos un pibe chiquito me miró medio torcido, el berrinche que se armó cuando le di un sopapo y la madre me persiguió por todo el salón de actos con muy malas intenciones y yo de reojo vi la sonrisa nerviosa de papá que me auguraba al menos un coscorrón. Con el tiempo y con ayuda de mis amiguitos aprendí muchas cosas, como ser: a tirar con la honda y donde ponía el ojo ponía la piedra, hasta que un día me salió al revés y puse la piedra en el ojo de un pibe del vecino. También aprendí a nadar y así podíamos cruzar el río e ir a robar sandías al Uruguay para preocupación de mi madre que muchas veces me salía a buscar llorando, contenta de tener un hijo como yo. Y hacerles la vida imposible al almacenero, al peluquero, al verdulero y a casi toda la ciudad. Cuando vine a Israel  se declaró en mis pagos fiesta nacional y recibí los mejores augurios tales como, que te ahogues en el  mar, que te maten los árabes, que se incendie el barco.                                 .
Cómo me querían!!!

Pobreza      

Éramos pobres, pobres en cosas materiales, en ropas, en dinero, en juguetes, pero en cambio éramos ricos en el oro de las flores de los árboles de aromo, éramos ricos en escamas de plata que formaba el viento sobre las aguas del río, éramos ricos en la alegría de vivir el momento, sin pensar en el futuro. Éramos ricos en libertad, en viento, en luz, en sol, en imaginación, que nos permitía ver los juguetes mas caros en una cajita de cartón, o un lujoso barco en un pedazo de madera flotando en un charco. Éramos ricos al sentir el viento acariciándonos la cara al correr para remontar un barrilete y oler el pasto que pisábamos. Éramos ricos en pobreza. En uno de esos mágicos días apareció Andresito. Estábamos muy ocupados en construir casitas en la arena y escuchamos su voz: yo sey hacer casas en serio…y no lo vimos hasta que estuvo al lado nuestro. Se quedó en silencio esperando nuestra reacción. Se quedó jugando con nosotros, su carita de indio charrúa, su pelo negro carbón, y la interesante mezcla de palabras que no entendíamos nos cautivó. Poco a poco nos enteramos de su historia. Los padres y sus cuatro hermanos mayores, acosados por la pobreza, salieron de Corrientes a pie, en dirección a Concordia, donde según les contaron había trabajo. Al llegar, después de semanas de privaciones y sufrimientos vieron que no era así. A Andresito se lo dieron a una prostituta del barrio a la que llamaba tía, y lo cuidaba como a un hijo, y dicho sea, en honor a la verdad, siempre andaba limpito y arreglado. De él aprendimos cómo hacer pequeños ranchos de ramas y pasto seco, bajo los cuales nos sentábamos a escuchar la lluvia como a un concierto… Sus piernitas cortas y fuertes le permitían correr a una velocidad que no podíamos igualar, así que él era el encargado de remontar los emparchados barriletes, hechos de papel de diario, engrudo y cañas de tacuara, que crecían cerca del río. Con el hilo atado a una de sus manos, emprendía frenética carrera, animándose entre grito y grito con un jui Andresito, jui…! Nos enseñó como se hacían pequeños cuchillos con alambres. El secreto consistía en poner trozos en la vía del tren y una vez aplastados no quedaba mas que darles forma, y teníamos con qué pelar naranjas. Cuando poníamos los alambres nos agachábamos muy cerca, para ver como las ruedas los aplastaban. Hasta que un día, la vibración hizo caer de la vía el alambre de Andresito en la parte interna; instintivamente estiró la mano para volverlo a su sitio… Cierro los ojos y veo todavía hoy…después de cincuenta años, la mano que abría y cerraba los dedos, y escucho la voz de Andresito decir sin seña de pánico o dolor: aniamenguí me cortó la mano. Pasaron muchos años sin saber nada de él, unos decían: se lo llevaron a Corrientes, otros que se murió, y algunos afirmaban que vivía solo a orillas del río. Poco tiempo antes de venir a Israel, lo vi. Venia por la vereda de enfrente. Venia sucio, rotoso, los cabellos largos hasta los hombros, grises de tierra, tambaleándose de la borrachera que llevaba encima. Me hice el que no lo vi, por cobardía, o …tal vez para no matar el recuerdo que tenia de él. Y si él me vio…tal vez sintió lo mismo… Treinta años después, volví a mi tierra natal, a mi querida Concordia. Encontré mucha gente conocida, encontré muchos recuerdos, dulces y amargos, y a algunos ya no los encontré… Me contaron que una madrugada, cargado de vino, odio y tristeza, salió Andresito, a vengarse… Parado en medio de las vías, cuchillo en mano enfrento al tren…   

El arbolito de Andrés 

Dejó las ovejas pastando a orillas de la laguna y corrió presuroso hacia su casa, Tomó un azadón de un rincón del patio y comenzó a escarbar en la tierra endurecida, un pozo no grande pero suficiente para plantar el arbolito que encontró casi ahogado  por los yuyos. En contra de todas las posibilidades,  prendió  gracias al cuidado de Andrés, que todos los días lo regaba llevándole agua con una botella, la misma  con que llevaba  para él, cuando salía con el parco rebaño a pastorear. Andrés se casó con una fuerte campesina que lo adoraba y que vivía pensando en qué podía agradarle a fin de complacerlo y verlo feliz. Con los años tuvieron hijos, robustos y sanos que lo ayudaban en las tareas y cuando formaron familia se quedaron a vivir con ellos. Mientras el arbolito se convirtió en un frondoso árbol que cubría con un manto de fresca sombra el patio  y Andrés y su familia se sentaban a su cobijo en las calientes tardes de verano.  Andrés lo quería como a un fiel amigo y muchas veces le hablaba y le contaba sus problemas, como a un compañero. Poco a poco la dirección de la casa pasó a manos de sus hijos y desde que falleció su mujer se mudó a una habitación con salida al patio donde pasaba la mayor parte del día sentado, pues sus piernas cansadas de tantos años de correr tras el rebaño ya no le respondían.  Pese a vivir con su familia la soledad lo atormentaba, sus hijos ocupados en sus quehaceres no tenían tiempo para él. Sus nietos ya no querían escuchar sus cuentos, contados tantas veces y pasaban a su lado como si fuese un objeto más, un mueble ya sin uso. Su único compañero pasó a ser el árbol  siempre dispuesto a escucharlo. Un día vinieron dos extraños y comenzaron a medir el patio y a clavar estacas en el suelo con letras y números que él no entendía pues nunca aprendió a leer. Les preguntó a sus nietos la razón de tal actividad y le respondieron sin palabras levantando los hombros. Una de las nueras le explicó el motivo, la familia creció, dentro de poco uno de sus nietos se va a casar y hay que agrandar la casa. Después de una semana su hijo mayor lo llevó a la ciudad con el pretexto de arreglar papeles en una oficina. Al volver vio con desesperación que habían talado su árbol, su único amigo, su compañero y consuelo. Sintió como un cuchillo que le penetraba en el corazón y una opresión en el pecho. Se nubló su vista y se desplomó como el propio árbol... Por milagro o por casualidad creció a los pies de su tumba un arbolito, igual al que él plantara muchos años atrás.

Pordiosero 

Pordiosero, eres parte de la mugre de la ciudad
Parte de la noche fría  parte de las sombras
Percha de rotosas ropas que cuelgan de tu cuerpo  
Inspiración de historias, todas  mentiras.  
Creadas para adormecer la conciencia de la gente
No tienes un brillante pasado,  
Ni fuiste inmensamente rico.  
Y no te traicionó una hermosa mujer  
Naciste de una pareja de indeseables
Y nunca tuviste una mano que te guíe
O una voz que te acune y te aconseje  
Y sigues vagando linyera sin rumbo
Aguantando sin que te importe la burla de los niños
Y la molestia de los borrachos
Piérdete en la noche vagabundo
Y deja que nuestras culpas se adormezcan  

El parque de diversiones

Uno de los más importantes acontecimientos en mi barrio era la llegada del parque de diversiones. La rueda gigante, la calesita, la silla voladora, el tren-cito, los aviones y la zamba…  Y aquí llegué a lo que quería contar. La zamba era una figura de mu-jer bahiana, de casi cinco metros de alto cuyo vesti-do formaba un círculo al llegar a los tobillos y se arrollaba hacia arriba. En esta cavidad, un poco más bajo que el ruedo del vestido estaban los asientos y así formaban ese respaldo que era de lo único que nos podíamos agarrar. Al principio comenzaba a gi-rar lentamente moviéndose hacia los costados y paulatinamente aumentaba la velocidad, hasta el vértigo. Visto de afuera causaba bastante miedo, pe-ro… eso era poco para amedrentar a dos héroes co-mo mi inseparable amigo, el Toto y yo. Subimos con un pequeño temblor en las piernas, al cual nos sobrepusimos cuando nos sentamos. Empezó giran-do lentamente, una agradable sensación de seguir-dad nos invadió hasta el primer vuelco en el cual sentimos que nos arrancaba de nuestro apoyo. Au-mentó la velocidad y bajó a cero nuestra seguridad. Todo el mundo gritaba, y Toto, acosado por el páni-co se puso de pie y sintió como si alguien lo levan-tara en el aire. Instintivamente manoteó para poder sostenerse y lo único que agarró fue el elástico que sujetaba el corpiño de la pobre mujer que estaba sentada a su lado… no fue suficiente, voló fuera el corpiño. Parte de la blusa de la señora parecía un barrilete, si hasta cola tenía. La pobre señora gritaba desaforadamente y para no caerse agarró a un se-ñor de la entrepierna… el cual gritaba “largue seño-ra que me dejará inservible!”. El Toto tuvo suerte pues cayó encima de unos fardos de pasto que amortiguaron su caída, y sólo se quebró un brazo y pudo mandarse la parte en la escuela. Eso no era todo, siempre teníamos una oportunidad de ganar algunos centavos trabajando, pues empleaban a chicos para mantener la limpieza. Les pagaban cincuenta centavos por día, una fortuna. Multipli-cando por diez días, qué maravilla!  Hasta que mi padre se enteró. Con un dedo geométricamente entre los dos ojos y con la otra mano en alto carga-da con un sopapo en potencia me dijo...  Me hacés pasar vergüenza frente a la colectividad, qué van a pensar, que te falta comida?  Y vas a trabajar en la limpieza. Te prohíbo terminantemente!  Bueno, bueno… otra prohibición entre tantas otras!!  Había otros trabajos que necesitaban gente y eran menos visibles al público. Uno de ellos era ser el negrito de las pelotas, consistía en sacar al cabeza por un agujero y el público tiraba pelotas. El que acertaba dos veces recibía un premio y pagaban sesenta cen-tavos por día para ser el negrito, seis pesos enteros… un tesoro. Yo ya me sentía como Rotschild u Onasis. Ya sentía en mis manos los crujientes pesos y me imaginaba las cosas que compraría… bicicleta, caña de pescar, monopatín y hasta un yate para pasear con mis amigos por el río. Me pintaron la cabeza con hollín mezclado con aceite y lo único que me quedó blanco fue el fondo de los ojos. Saqué la cabeza por el agujero, y mis ojos de por sí irritados por el hollín se me nublaron. Había una multitud de críos esperando darme con la pelota, luego me tranquilicé, nadie me acertaba. De repente, apareció un gaucho grandote, con cara de matar perdices a pedradas. Sobrador y antipático y a mis ojos peligroso, de bigote espeso y mandándose la parte decía: “a este negro lo volteo como nada…”  “Traiga tres pelotas aparcero”. Se tiró el ancho sombrero hacia atrás, pegó una chupada a su cigarro paraguayo, esos hechos a mano, grueso y deforme a los cuales le llamábamos sorete de perro por su similitud con éstos. La primera pelota me dio en el jopo, vi las estrellas… La segunda me pegó en la oreja al querer evitarla, eso ya fue demasiado… Mi carácter de pelirrojo me encendió las pecas de la cara y la rabia me inundó el pecho. Me bajé del cajón en el que estaba subido, levanté del suelo una pelota, di vuelta al puesto y cuando estaba frente al tipo le rajé un pelotazo entre la nariz y el bigote, quebrándole el cigarro que le cayó entre el cuello y la camisa haciéndole una quemadura a la altura del ombligo. El pobre gaucho empezó a interpretar un pericón que no me quedé a admirar pues me largué en carrera hacia la salida…. Sentado a orillas del río, con lágrimas en los ojos vi marcharse mis sueños de ser un potentado con seis pesos en el bolsillo. Ya no bicicleta, monopatín, ni yate para pasear….              

Aprender o aprender

 Mi ciudad de Concordia era cortada por varios arroyitos, entre ellos el Nevel, que corría de este a sudoeste, corría ? es demasiado decir , pues mas bien se arrastraba por algunos puentes, como un perrito cansado y sin dueño, llevando con él la mugre de la ciudad !pero! en las época de las lluvias se transformaba en un león que bramaba y barría todo lo que se ponía a su paso con furia para depositarlo a los pies de su hermano mayor, el gran y venerado  Uruguay. Al salir de su cauce  ciudadano, empedrado y entrar en los campos cercanos al río había socavado un profundo corte en las fértiles tierras de la costa, formando un canal de casi tres metros de profundidad, y el doble de ancho. Del otro lado había un alto terraplén  que los ingenieros de la ciudad construyeron a fin de defender la costa de las crecientes , más tarde se comprobó que inútil fue este trabajo pues el río destruyó la ciudad ,,cantando bajito,,, pero esto ya es otro cuento para más adelante. En nuestro afán aventurero llegamos a orilla del Nevel, después de tres días de lluvia torrencial. El aire limpio y el sol que brillaba, después de largos días nublados nos aceleraban el ritmo de la sangre. El agua llegaba furibunda, con un silbido aterrador, y una espuma rabiosa corriendo a una velocidad espantosa. Sin pensarlo mucho, parte de mis compañeros saltaron al agua y con vigorosas brazadas llegaron al otro lado incitándonos a cruzar. Hasta aquí todo bien, si no fuera por un pequeño detalle, yo no sabía nadar. El Mario, el Toto, o el diablo sabe quien, sin dudarlo un segundo, me dio un empujón que me hizo caer en medio de aquella Apocalipsis... me quedaban dos posibilidades... O ahogarme o nadar. Empecé a pegarle al agua con la fuerza que hubiese empleado un hombre de las cavernas para matar un mamut  y seguí  manoteando dos o tres metros después de salir del agua, hasta que la risa de mis amigos  me dio a entender que estaba a salvo. Volvimos por el mismo camino, Esta vez sin necesidad de ayuda  Aprendí a nadar de una sola lección, mejor dicho, de un solo empujón. Todos volvieron caminando. Yo flotando en una nube de orgullo, y solo tenía ocho años....

La casa grande

En la galería que da al frente de la vieja casona de piedras derruidas por el tiempo, casi escondida por la penumbra de la tarde, está sentada una anciana, tiene el cabello atado hacia atrás. Color plomo, su rostro surcado de profundas arrugas, cause de los ríos de lágrimas que brotaron de sus cansados ojos, ojos grises de mirar lejano. Su boca ya sin color fuertemente apretada, como prohibiéndole sonreír pues tiene miedo, cada vez que fue feliz, la suerte se encargó de borrar su sonrisa con alguna desgracia. El futuro ya no existe para ella, el presente, una cosa  borrosa que no consigue entender, pero, el pasado, esa cosa confusa que llega en oleadas, hasta su mente como ráfaga arrolladora en torbellino, como ladridos lejanos, como olas del mar que se destrozan en los acantilados. Y tric trac la mecedora sigue su ritmo. Y ve a sus cuatro hijos pequeños retozando en el césped tan bien cuidado de la hermosa mansión de piedra y siente otra vez el aroma de las flores con que la obsequiaban. Y los vuelve a abrazar con ese abrazo suave de copo de algodón, como si temiera dañarlos. Y escucha la voz de su hijo mayor, “mamá tenés olor a canela y nuez moscada”, y siente en su mejilla el tibio y amoroso beso. Y ya los ve volviendo del colegio, siendo ya casi hombres, y recuerda el maldito día, en que la guerra, le devoró a sus dos hijos mayores. Y a su marido, hombre laborioso y emprendedor, que no pudo soportar la desgracia y también se lo robó la muerte. Tric trac, la mecedora sigue su ritmo. Con sus débiles manos se encargó de las tareas, ordeñar, dar de comer a las vacas y a las gallinas, y así poder mandar a sus hijos a estudiar y labrarse un porvenir y estudiaron, y se labraron un porvenir, y se fueron, buscando horizontes mas amplios y los pimpollos se hicieron flor y la flor dio semillas y a las semillas se las llevó el viento. Y se quedó sola, ya nadie le trae flores, ya nadie recibe sus caricias. Tric,  trac la mecedora sigue su ritmo. Y se adormece en su cansancio de años acunada por el murmullo de los árboles  y dejó de mecerse y cerró los ojos. Y se deja llevar por una nube rosada, dejó de luchar. Hoy vinieron todos. Aquellos que en vida la olvidaron  están ahí. Le trajeron flores. Y se la llevan a enterrar y la vuelven a olvidar, flor de alelí marchita. Y quedó la vieja casona casi derrumbada por el tiempo y en su galería, una mecedora a la que mece el viento. Tric   trac...tric. trac.

La visita

Llegaron de repente sin avisar -no teléfono, no carta- nada, sólo llegaron. El llamador de la puerta, una mano grande que tenía una bola de bronce entre los dedos, golpeó fuerte y acom-pasadamente anunciando la llegada. La palidez del rostro de mi madre, ya de por sí exage-radamente blanco, nos dio a entender el impacto que sintió al ver a la tía Jaike, al tío Abraham y a sus encantadores cuatro hijos dibujados en el marco de la entrada. El perro haciendo caso a su séptimo sentido se metió en la cucha y no volvió a salir. La tía, una mujer grandota de un metro ochenta de alto y casi lo mismo de ancho, se le tiró encima a mamá en un abrazo que casi la asfixia pues sus grandes senos le envolvieron la cara mientras gritaba como loca su cariño por ella. Yo al ver lo que me esperaba, salí rajando sin darle oportunidad. Mi tío, un hombre pelirrojo de nariz del mismo color -después me enteré que por causa del vino- era muy econó-mico en palabras, solía decir “uuhjú” y “ahajá” y cuando estaba eufórico hasta decía “claro, claro tenés razón”. En cambio la tía de voz chillona y separando las sílabas, parecía el repiqueteo de un tambor y cuando se entusiasmaba en su charla le saltaban los ojos hacia afuera. Mis primitos, que no eran tales porque en realidad la tía Jaique era prima lejana de mi mamá, apenas cruzaron la puerta se prendieron a las piernas de la madre, diciendo al unísono “tengo hambre”, soñando sabe Dios con qué manjares serían agasajados. Se jodieron. Mi madre amasaba una vez por mes unas masitas secas y duras con bastante poco azúcar, masitas de una consistencia un poco rebelde a fin de que durasen todo el mes sin endurecer, más no podían de todas formas. No les gustó. Entonces mi santa madre, la que me acunó, la más querida de las personas, me dijo con un raro brillo en los ojos ”lleválos un poquito a pasear por la costanera”. Y yo los llevé al río vestidos todavía con sus trajecitos marinero, lo más chic en esa época y les enseñé a resbalar de culo en barro por las barrancas y después a correr por la orilla del río donde crecían unos pastos que teñían la ropa de verde y a comer moras que abundaban y a tatuarse dibujos con la flor de ceibo de tan lindo color rojo y a cazar renacuajos con los calzoncillos. Al regresar, ya estaban preocupados por nuestra tardanza. Cuando la tía Jaike nos vio, en un principio no nos reconoció y después se puso a dar chillidos como un tren expreso repartiendo bofetadas. Yo prudentemente me alejé. A la noche durante la cena mi papá preguntó sin preámbulos “se van quedar a mucho?" Y mi tía contestó, “no, mañana nos vamos”. Mamá por gentileza dijo “tan pronto?”, y la patada de mi padre por debajo de la mesa fue advertida por todos. Dos días después el perro salió de la cucha todavía desconfiado, olfateaba en todas direc-ciones. Y yo descubrí mis lápices de colores todos comidos.                  

Viento

Del norte soplaba fuerte
traía quejas y llantos
de la gente oprimida
Traía olor a sangre
de mis hermanos sufridos
Traía ecos de cantos
Más que cantos
eran lamentos

los que me traía el silbido

y la quena del viento
Lloraba con ellos

el dolor de la miseria

Frenos

Pedalear con todas las fuerzas y sentir el aire acariciar mi cara como un terciopelo, ver las cosas pasar a mi lado, sentir un vahído de satisfacción, e imaginarme un ave volando por sobre la ciudad, y al no tener bicicleta… soñar, soñar… nada más que soñar… Un día mi padre, que en paz descanse, trajo algo parecido a una bicicleta. Parecido digo, porque tenía dos ruedas y un marco, no guardabarros, no frenos, no timbre, tan importante este último para mandarnos la parte, y que los otros se murieran de envidia, aunque fuera por un día, porque después pasaba a ser casi de todos. Para frenar era necesario dirigir el manubrio hacia algo, como un árbol, una banqueta o algún vehículo estacionado. Esta fue la época de mi niñez más lastimada, pues cada frenada venía acompañada de algún moretón o rasguño, y a veces, cuando le errábamos al objeto frenante, nos desparramá-bamos contra el suelo con la bicicleta de sombrero… Lo más emocionante era descender la bajada del puerto. Un camino de cemento armado, por el cual subían los carros cargados de maderas llegadas por el río. Como era de prever, los carreros se quejaban del peligro que representá-bamos, pues la velocidad era mucha y les asustábamos los caballos que apenitas subían. Hasta que un día pusieron de guardia a un gendarme, escondido detrás de un árbol, a mitad de la bajada. A esa altura de los acontecimientos ya estábamos prácticos. Y elegíamos las horas de la tarde avanzada en las cuales no trabajaban los carros. En una oportunidad, ya casi cayendo la noche, me lancé con mi meteoro por la bajada. Cuando desarrollé la máxima velocidad se aparece un gendarme en medio de la calle con los brazos en alto gritando “pará, pará che pibe, no tenés luz…” Y yo alcancé a decirle antes de caer juntos al río  “tampoco frenos…señor policía”.

Matildo

Cerca de mi casa estaba la 1ª. de policía, una casona tétrica de piedra caliza  gris carcomida por el tiempo. Una única puerta con dibujos geométricos y cuatro ventanas enrejadas  le daban un aspecto serio y respetuoso. Por dentro estaba dividida en varios aposentos, la oficina  de la guardia daba hacia el frente y un mostrador alto, protegía el escritorio del comisario que sentado un poco mas atrás, tomaba cuenta de todo lo que ocurría, que no era  mucho por no decir nada. Como el agente de turno siempre estaba en los fondos cuando entraba alguien, lo llamaba con voz ronca, “agente hay servicio preséntese” y por lo general se presentaba con las botamangas arremangadas y descalzo por haber estado baldeando el patio, trabajo que por lo general  era ejecutado por alguno de los borrachos que pasaban la noche en el calabozo hasta que se les pasaba la mamúa. La cerradura de dicho calabozo ya no existía y fue remplazada por un pedazo de alambre que no era necesario usar  pues los mamados dormían su curda  hasta el día siguiente. El personal estaba integrado por el comisario y tres agentes, cuyo trabajo consistía en recorrer las calles de la ciudad y a veces detener a un borracho o separar algunas peleas, y cuado la cosa se ponía fea llamaban al comisario  que intervenía con su frase preferida “a ver, a ver, rispete a la autoridá”, empujando por delante a uno de los agentes por si era atacado. Los días pasaban calmos y los policías sentados cerca de las ventanas tomaban apaciblemente su mate amargo interminable, a veces acompañado con una media luna. Un día vimos mucho movimiento dentro de la jefatura, lavaban las ventanas y las puertas, y las grasosas manijas fueron lustradas, calearon las paredes y hasta barrieron la vereda y baldearon los pisos con más entusiasmo que lo acostumbrado. Iban a venir de inspección varios  oficiales de la Central y el comisario muy tenso los tenía al trote  y sus órdenes se escuchaban desde afuera Uno de los agentes, correntino, grandote de pies anchos como cancha de bochas y corazón más grande aún, llamado Matildo estaba aterrorizado, en los dos años que servía en la 1ª. no le habían exigido calzar botines, pero ahora no podía presentarse de alpargatas en la revista. El comisario local sabiendo su problema hacía la vista gorda -considerando que era muy buen cebador de mate y asador de primera-, pero ahora  seguro le van a  quitar la única tirita que siempre ostentaba en el brazo y que era su orgullo. Un día al pasar frente a una de las ventanas lo vi con la cabeza gacha y hasta me pareció que una lágrima asomaba de sus ojos, no me pude contener y le pregunté por el motivo de su tristeza. “Hay mocito” me dijo, “Dios me ha castigao  dándome estas patas que no son pa’ calzar botines y me van a echar de la policía que es toda mi vida y orgullo de mi familia”. Volví a casa casi más triste que el propio Matildo rompiéndome la cabeza en busca de una solución que encontré con un consejo de mi amigo Toto. Y el día llegó, frente a la seccional se lucía un cartel con la palabra BIENVENIDOS escrito con pintura. La revista fue un triunfo y el comisario recibió halagos por la limpieza y el orden que había en la 1ª. y los agentes recomendaciones para ser ascendidos. De más esta decir que Matildo fue el que más fuerte golpeó los talones cuando el oficial dijo “fiiiiirmes”. Con los  botines sin suela tipo polaina muy brillantes y los pies en el suelo libre de la presión. Desde ese día me gané un ferviente admirador y un excelente amigo…………………..